A menudo me pregunto por qué nos empeñamos tanto en aparentar y menos en sentir lo que decimos y cómo lo decimos.
Supongo que nos hemos acostumbrado al «una imagen vale más que mil palabras» y más de uno se lo ha tomado al pie de la letra, plagando de momentos su cuenta de Instagram o Facebook. Muchas fiestas, muchos viajes, muchas sonrisas profident, muchos párrafos escritos para decir «te quiero», etc. Qué bonito todo y qué bien se ven, ¿verdad? Envidiable.
Lástima que detrás de cada muestra de jolgorio al mundo virtual no se vea un trocito del backstage real: cenas en las que hablan más los platos y los cubiertos al rozarse que los propios comensales; caminatas que dejan los pies llenos de ampollas, pérdidas de trenes o dinero para inmortalizar una postal de carne y hueso; convivencias 24/7 que desgastan las parrafadas; luchas de egos… Cómo cambia el cuento con una pizca de realidad, ¿eh?
Por desgracia, la televisión, las redes sociales, las modas o la tecnología en general han hecho del ser humano un ser influenciable. Una persona que antes podía con un saquito de paja y le daba igual vivir en su granja lejos del mundanal ruido, pero feliz, ahora al salir de su zona de confort le hacen sentir inferior por no estar al día, ni ser igual a los «robots» en los que nos estamos convirtiendo: conversaciones triviales, patrones de conducta previsibles, lo material frente a lo esencial.
¡¿QUÉ NOS ESTÁ PASANDO?!
¿Por qué nos estamos volviendo tan crueles? ¿Por qué evolucionamos tecnológicamente y sin embargo parece que retrocedemos en el ámbito social? ¿Acaso nos olvidamos el manual de instrucciones de la vida dentro del cordón umbilical? ¿Por qué no contrastamos la información que nos regala un titular o una imagen? ¿Realmente tenemos tan poca actitud crítica como para creernos todo lo que vemos sin analizar el contexto?
Demasiadas preguntas, creo. No sé si seré capaz de resolverlas a lo largo de mi vida, pero dicen que hay una época de preguntas y otra de respuestas, pues bien, está claro cuál es la que nos ha tocado de momento.
Como dijo aquel pequeño Príncipe, lo esencial es invisible a los ojos. Una fotografía o una frase en un estado podrán inmortalizar un momento concreto, pero eso no se vive, no se siente, no se disfruta… para vivirlo hay que vivir (valga la redundancia), hay que dejar a un lado las distracciones y disfrutar de lo que tenemos delante: una conversación, una mirada, un beso, un abrazo, una pasión desenfrenada, unas lágrimas… PUREZA.
Eso es lo bonito, lo real, lo que no necesita maquillaje ni filtros, lo que llega sin necesidad de hacer ruido y que acaba instalándose en el corazón para hacerlo sonar al ritmo del trombón. Los prejuicios, la culpabilidad, el rencor… no nos dejan ver más allá de una simple postal, no cesan en enturbiar la realidad para hacer todo más complicado de lo que en realidad es.
Sentirse libre con uno mismo y con los demás, libre y feliz, no necesitamos nada más…
Amen, sin tilde.