Había una vez un cactus verde y hermoso que vivía en mitad de un desierto perdido. Perdido, pero no para aquellos que conocían la leyenda de la selva tropical que se ocultaba tras los espejismos que llamaban la atención de curiosos y malhechores. Cactus era el guardián de aquella joya del planeta, el pulmón secreto de la Tierra que estaría dispuesto a salvar a todas las especies si impedía que la humana llegase a él y lo destruyese con su avaricia y gen conquistador innato. Como todo guardián, Cactus estaba provisto de un arma infalible, capaz de acabar con todo aquel que quisiera llegar a la llave que abriría las puertas de aquel paraíso natural; sus púas de acero custodiaban todo aquello y nadie era capaz de descubrir cómo llegar hasta su interior sin salir lastimado por sus púas.
Cactus estaba orgulloso de poder cumplir con el trabajo de generaciones y generaciones de guardianes, pero poco a poco la soledad del ganador se fue apoderando de él… Oía cómo animales y vegetales disfrutaban en armonía a sus espaldas mientras él mantenía la mirada fija en el horizonte, capaz de adivinar cuántos granos componían el desierto que lo rodeaba. Los años pasaban y poco a poco fue perdiendo su interés en su misión y cada vez más se maldecía a sí mismo cuando alguien se hacía daño con sus púas con tan sólo rozarlo. Era hermoso, pero peligroso, y él lo sabía, cosa que le fue entristeciendo y apagando por dentro.
Érase una vez un globo a un niño atado. Un globo rojo y redondo con una cita que lo sujetaba y alargaba su figura conforme se prolongaba en el cielo. Globo era sensible y juguetón, desde pequeño soñaba con salir de la bolsa en la que vivía con sus hermanos para crecer y hacer que los niños del mundo sonrieran con sólo verlo. Un día, en una feria medieval, Globo permanecía expectante junto a sus compañeros de trabajo esperando llegar al corazón de un niño que supiera valorarlo con toda su imaginación. Tenía el presentimiento de que aquel día podría echar a volar en otras manos y… así fue.
Eric, un niño de 5 años, vio a Globo desde lejos cuando salía de ver un espectáculo de malabares y no dudó ni un segundo en salir corriendo hacia el puesto de globos donde Globo le esperaba con los brazos abiertos. Fue algo increíble, saltaron chispas cuando la cinta de Globo se posó sobre la muñeca de Eric, química absoluta. El pequeño presumía de su nuevo amigo hinchable, le pintó los ojos y una sonrisa para que los adultos pudieran reconocer lo que él veía a través de sus ojos de niño.
Globo no podía ser más feliz, había encontrado a su compañero de juegos ideal y lo quería muchísimo. Miles de aventuras se avecinaban para Eric y Globo que iban juntos a todas partes desde el día que se conocieron. Y el tiempo pasó, recuerdos se crearon, fotografías imborrables en la memoria y una amistad casi única que duraría lo suficiente para ser eterna.